Ha muerto un poeta. Decimos que ha muerto porque así lo dice su cuerpo. Su alma, sus versos, han quedado ―ahora más que nunca― para siempre. Tenía 85 años y muchos metros de palabras inéditas. Tenía en la voz cierta huella de tristeza, que apenas podía disimular. Tenía la extraña costumbre de no odiar, de “querer en pasado”, pero querer al fin.
Ve en paz, Rafael Alcides Pérez, somos nosotros los agradecidos.
En el entierro del hombre común
A Raúl Luis
Cuando un entierro con dos máquinas solas
pasa y nadie se fija, yo tiemblo, me estremezco,
palpito; siento miedo de ser un hombre.
Pero me sobrepongo.
Algo muy importante acaba de suceder en el mundo
y empiezo a tararear el himno nacional.
A estas alturas mi corazón no puede más.
Había seguido con la vista el entierro.
De pronto echo a correr,
me reúno con los que están junto al hoyo,
tomo valor yo también para dejar caer el terrón.
Ese muerto es para mí el triunfo de la especie,
ese muerto anónimo que fue el alma del combate
sin embargo,
pero, ahora,
ese muerto solo:
sin más victoria que el silencio.
Y lloro militarmente en la tumba de mi único general.
Carta a Rubén
Hijo mío,
harina, ternura
de mis ternuras,
ángel más leve que los ángeles:
desde hoy en adelante
eres el exiliado,
el que bajo otros cielos
organiza su cama y su mesa
donde puede,
el que en la alta noche
despierta asustado y presuroso
corre por la mañana
a buscar debajo de la puerta
la posible carta
que por un instante
le devuelva el barrio,
la calle, la casa
por donde pasaba la dicha como un río,
el perro, el gato,
el olor de los almuerzos del domingo,
todo lo bueno y eterno,
lo único eterno,
cuanto quedó perdido
allá atrás, muy lejos
cuando el avión como un pájaro triste
se fue diciendo adiós.
El que deambula y sueña
lejos de la patria, el extraño,
el tolerado -y, a veces,
con suerte, el protegido
al que se le regalan abrigos
y los zapatos que se iban a botar.
Pero nosotros,
nosotros los solos,
los tristes,
los luctuosos,
los que medio muertos
hemos visto partir el avión
-sin saber si volverá
ni si estaríamos entonces-,
nosotros, esos desventurados
que fuman y envejecen
y consumen barbitúricos,
esperando al cartero,
nosotros, ¿dónde,
adónde,
en qué patria estamos ahora?
¿La patria, lejos de lo que se ama…?
¿La patria, donde falta un cubierto a la mesa,
donde siempre sobra una cama…?
Dios y yo y el sinsonte
que cantaba en la ventana
lo sabemos, niño mío, que fuiste a dar tan lejos:
donde se vive entre paredones y cerrojos
también es el exilio, y así,
con anillos de diamantes
o martillo en la mano,
todos los de acá
somos exiliados. Todos.
Los que se fueron
y los que se quedaron.
Y no hay, no hay
palabras en la lengua
ni películas en el mundo
para hacer la acusación:
millones de seres mutilados
intercambiando besos, recuerdos y suspiros
por encima de la mar.
Telefonea,
hijo. Escribe.
Mándame una foto.
El agradecido
A Nati Revuelta
Toda mi vida ha sido un desastre
del que no me arrepiento.
La falta de niñez me hizo hombre
y el amor me sostiene.
La cárcel, el hambre, todo;
todo eso me ha estado muy bien:
las puñaladas en la noche,
y el padre desconocido.
Y así de lo que no tuve
nace esto que soy:
bien poca cosa, es verdad,
pero enorme, agradecido como un perro.
Los ministros
Cada vez que oigo hablar de un amigo
al que van a hacer ministro,
alguien borra una parte de mi vida.
Me quedo solo en el parque Aguirre
con aquella camisa Mc Gregor que jamás llegué a tener,
conversando en la noche con nadie.
El poder no siempre corrompe a los hombres,
pero los separa.
Entre un ministro y yo hay algo más que un escritorio
de por medio:
Los ministros sueñan.
Avanzan en su máquina cargados de sueños,
con sueño. Sin tiempo siquiera
para poseer a su mujer, acariciar a sus hijos.
Un ministro no es un tipo cualquiera del pasado,
es alguien que ya está en la Historia.
De él depende todo el día de mañana.
Y sueña.
Firma documentos.
Discute. Toma su corazón y lo pone de maquinaria
donde hacían falta piezas de repuesto.
no sale al teléfono.
No tienen derecho a estar tristes los ministros.
No beben cerveza
en público. No van al cine.
Jamás los encontramos en un ómnibus.
Un ministro es tal vez el ser más infeliz del mundo.
El más solo.
Sus amigos de antes, los más desgraciados.
La memoria no debiera alimentarse del recuerdo.
Los ministros debieran nacer ministros,
es mi última palabra. Entre las lágrimas.