Todo evento implica un nivel de expectativas para los públicos disímiles que acreditan su particularidad, unas a priori, otras para metabolizarlas con la decencia pueril de los sentidos. Cuando no se es especialista y sí un mero observador se degusta el arte como uno de los platos imprescindibles de la dieta humana. En eso se me convirtió el recién finalizado Mayo Teatral 2018, dedicado al pueblo de Puerto Rico.
La alegría pura de “leer” el escenario, este Mayo tuvo una trayectoria atractivamente sinuosa, con esa capacidad de alumbrar, con la oscuridad de las salas, nuestro camino como espectadores. También padeció momentos de sombras cortas, no todo fue actuación atemperada.
Pero el teatro tonifica, salpimienta, rompe el letargo en que suele sumirse la sociedad o lo que lo mismo, nos abofetea con la fuerza impúdica que traiga en su dramaturgia cada puesta a la que nos enfrentemos. El teatro, cuando se distancia del panfleto, es un explorador ético para los conflictos de injusticia social, la memoria y la Historia con que se visten la dignidad humana y la libertad.
Esta edición de la Temporada de Teatro Latinoamericano y Caribeño, Mayo Teatral 2018, convocado por Casa de las Américas resultó un compendio entonces de impresiones, efectos, aciertos y, ¿por qué no?, desaciertos de los que no se pudo sustraer una zona nada desdeñable de quienes habitualmente visitan las salas de teatro cualesquiera que sean sus motivaciones.
Ese espacio social, íntimo, político, psicológico, psicodélico, donde las barreras quedan allanadas por esa voraz mirada de quienes ocupamos las butacas antes del proscenio, se fue ensanchando en complicidad con los actores, dramaturgos y directores. Ellos consiguieron, en el laberinto de significados que suponen las diversas puestas en escena, un magma de dimensiones humanas que subyace dentro de cada uno de nosotros.