Orestes Suárez: El historietista olvidado

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Orestes Suárez

Desde el pequeño apartamento en el Vedado, Orestes Suárez dibuja. Ha estado dibujando allí gran parte de los 68 años que cumplirá el próximo marzo. Casi al centro de la habitación, la mesa de trabajo apenas deja lugar al historietista. Hay bocetos, libros, lápices, gomas de borrar, reglas, hojas en blanco, viñetas ya terminadas, un cepillo de cerdas largas y, junto a algunos pomos de tinta, una cartulina apenas visible bajo los trazos irregulares. Pegados a la lámpara de la mesa: Ingrid, Juan, Reinaldo, Delia, Aaron, Manuel, Rafael, General Lee y Walch, los personajes con los que actualmente trabaja. Ahí los va poniendo —dice—, para no perderse.

Orestes Suárez

Orestes Suárez es de estatura pequeña y muy blanco. Luce cansado, pero no solo hoy. Quiero decir, que es una de esas personas que luce cansada aunque haya pasado las últimas veinte horas durmiendo plácidamente. Luce enfermo, pero apenas hablamos de ello. Un día, mientras dibujaba la página 163 de Tex, uno de los libros de la editorial italiana Sergio Bonelli, para quienes ilustra desde 1994, Orestes Suárez sufrió un infarto, pero apenas hablamos de ello. El cuadro en el que trabajaba cuando sintió el dolor muestra un tirador en lo alto, en las sombras, y, debajo, de entre un grupo de hombres, un globo: “Quizá alguien haya llegado antes que nosotros…”.

***

“Yo descubrí el placer del dibujo, nadie me lo impuso. Mi padre, campesino, tenía un oficio: carpintero. Mi madre era ama de casa, y yo, un niño de cinco años que no sabía que existía el oficio de dibujante. Un día mi padre, inconscientemente, me mostró esa satisfacción al dibujar él mismo un mulo sentado en el suelo, desde entonces nació en mí ese delicioso vicio que hasta hoy me consume totalmente.

Contaba con 11 o 12 años cuando hice mis primeras historietas con personajes sin rostro, solo me interesaban los movimientos, las secuencias, la acción. Comencé solo, sin ninguna orientación profesional”.

Así narra Orestes Suárez su prematura pasión por el dibujo en el prólogo que escribiera Roberto Hernández Rodríguez para su Yakro (Ediciones Luminaria). La influencia del cómic norteamericano —“muñequitos”, les llamaban—, vino a hacer el resto.

“Parece que en aquella época esos muñequitos eran muy baratos y los muchachos del Cerro, que era donde yo vivía, nos reuníamos en un parque, donde iba gente que quería intercambiar cómics, y así uno iba viendo otros. Entonces me gustaba copiarlo todo, desde Superman, Batman, los de cowboys, Súper Ratón, Pato Donald…”, me cuenta.

Para no pasar los años del servicio militar cavando trincheras, Orestes se hizo electricista de mantenimiento. Y luego se convirtió en el dibujante de su unidad: hacía planos y veinte cosas más, y podía ir a su casa con regularidad.

Los primeros dibujos los publicó en 1976, mientras trabajaba aún como electricista: ilustraciones a lápiz para el libro Zola y Shura (Editorial Gente Nueva). En 1977 entró al Departamento de Divulgación Nacional de la Organización de Pioneros José Martí. En 1979 creó su primera serie: Inés, Aldo y Beto, escrita por Ernesto Padrón y que salía en las revistas Pásalo y Pionero. Y en 1983 pasó a Zunzún, donde se dedicaba mayormente a los temas históricos.

—¿No tenía una historieta allí, una serie?

—No me dejaban, porque estaba (Jorge) Oliver con su Capitán Plin, estaba Juan Padrón con Elpidio Valdés, estaba Yarí, estaba Yeyín… Había muchos personajes, y cuando yo quise hacer otro me dijeron que no. Lo mío eran los temas políticos, históricos, que son los más complejos, porque hay que hacer un estudio de la historia, buscar documentación de la época, y por eso era que no me dejaban salir del hueco ese…

Orestes Suárez

—¿Por qué crees que te tocó ese ángulo, fue el destino, fue casualidad, fue el estilo?

—Siempre me gustó ir más por el camino del realismo, del dramatismo, que no es un trabajo realista como tal, pero en el género del cómic se usa el realismo o dramático por el contenido del trabajo y a veces se trata de asuntos serios, pero no son extremadamente realistas los dibujos. Yo me brindé también porque me gusta la historia, me gusta estudiar.

“Yo tenía problemas también porque no soy “orisha”, es decir, yo puedo crear una historia, me gusta el cine, veo cómo se desarrolla la historia en el cine, cómo se puede hacer un guion…, es decir, yo puedo hacer cosas, pero yo respeto tanto a un escritor que no me puedo llamar escritor, ni de historietas ni de nada. Entonces buscaba gente siempre como Manolo Pérez que sabe redactar y es un veterano de eso, y creamos Camila”.

Fue la “época feliz” de la historieta en Cuba. Aunque —según Orestes—, siempre se le vio con sospecha.

“La historieta se vio con mucho temor y no supieron salir de ahí. Se entendía que era un arma ideológica que estaba malformando a los jóvenes, a los niños. No la vieron como otro medio de publicación, de divulgación… se usó, pero muy amarradamente (sic), no fue usada completamente, hubo muchas personas cultas que nunca la aceptaron porque malformaba la lectura en las escuelas”.

La vieja discusión de si la historieta es literatura o no.

“La historieta es otra cosa. Igual que cuando uno escribe una novela, un libro, la historieta tiene una estructura, parecida pero no igual. Hay que hacerlo de otra manera, dando una información que no va implícita en la imagen, y si está la imagen no tienes que hacerla, porque sería una redundancia”.

Después ocurrió lo que a todo lo demás: el Período Especial. La falta de papel —de tantas cosas— condenó a la historieta a escasísimas apariciones en escasísimas publicaciones.

—En el Período Especial se acabó todo y ya no éramos historietistas, éramos vendedores de pizza, de lo que hubiera. Lo primero que desapareció fue el papel, y ¿qué hace un periodista, un diseñador, sin papel? No se dejó de publicar, pero el “muñequito” fue el primero que desapareció, porque para el gobierno no tenía importancia, era un medio recreativo.

“Hubo personas que fueron afectadas, historietistas que se fueron, otros que llevaron una vida muy difícil y los que tenían mayor preparación se hicieron pintores y se pusieron a vender cuadros.

—¿Qué hizo usted durante esos años?

—Yo seguí dibujando, porque da la casualidad que en aquellos días nos visitó el director de la editorial Sergio Bonelli de Milán invitado por la Upec, y allí había una exposición donde Juan Padrón y yo habíamos ganado un premio. Yo había ido preparado porque las noticias corren, y había llevado originales de dramática, humorística… y él se encantó con eso, y me contrató.

Nunca más volvió a dibujar para una publicación cubana. A partir de 1993, Orestes Suárez se convirtió en uno de los dibujantes de la Bonelli, reinventándose con cada nueva historia que le asignaban, poniendo su estilo realista, de trazos nerviosos y descontinuados, a merced de personajes y tramas ajenas. Mr. No fue uno de los que mayor tiempo lo acompañó: 16 libros, y en el cual compartía el trabajo con otros dibujantes.

Fuera de esas ilustraciones, de su mesa de trabajo, del pequeño apartamento en el Vedado, Orestes Suárez pudiera no existir. Es uno de los historietistas más desconocidos de su generación. Excepto, quizás, por Yakro, Camila y otro par de historias que han dejado de pertenecer a la memoria de la gente, no se conoce mucho más sobre él. Excepto por algún que otro muchacho, dibujante como él, que vienen a verlo, a enseñarle su trabajo, a susurrarle que hay historieta aún, en alguna parte.

—¿Hay una historieta hoy en Cuba?

—Hay una fuerza creciente de jóvenes que quieren hacer historieta, lo mismo como guionistas que como diseñadores. Lo que pasa es que no tienen dónde publicar. Ponen sus trabajos en Facebook, en grupos de historietistas e ilustradores que reúnen allí los trabajos que hacen. A veces me meto ahí y los veo y me preguntan qué creo.  Pero en realidad no tienen esperanza de nada.

“Están las publicaciones del Estado como Zunzún, Pionero, que sí publican historietas: dirigidas, pedidas, para columnas sobre un tema determinado. Pero no hay historieta profesional, eso se ha echado a un lado, se ha hecho todo lo posible por destruir eso prácticamente. Hay veteranos que hacen su esfuerzo, Manolo Pérez y Cecilio Avilés están en los parques de La Habana Vieja y Centro Habana dando clases a los niños, por ejemplo.

“No hay una aceptación, no hay brazos abiertos, no hay esperanzas de nada y es muy difícil porque por aquí transitan muchos jóvenes, sé que por Camagüey hay un halo de luz, pero no se concreta nada, está Luminaria, que es una editorial de Ciego de Ávila que publicó Yakro y había un propósito de hacer un trabajo de Tulio Raggi, pero todo se ha quedado en el presupuesto… no hay manera. Esas cosas me hacen llorar».

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