Un taxista asesina a varios extranjeros. La prensa cubana está preocupada por la posible llegada de alienígenas. Una violinista y un soprano amenizan las despedidas fúnebres con música clásica. Los dueños de un restaurante deciden agregar un nuevo socio al negocio en lugar de contratar a un comprador. Un cameo de Mario Guerra. Y para cerrar, Isabel Santos mira a la cámara cerca de un minuto mientras se le salen las lágrimas. Como ustedes supondrán, hacer que todos estos elementos aleatorios logren un relato coherente no es sencillo.
El primer problema de Los buenos demonios es no saber qué narra, si la historia de un asesino o lo jodida que está la sociedad cubana. Tito (Carlos Enrique Almirante) es un taxista que a veces mata a sus clientes, recién llegados a Cuba, para ganarse un dinero extra. Estos extranjeros apenas aparecen en pantalla unos segundos, no existe ninguna reacción de familiares, ni una investigación policial, ni repercusión por sus muertes. Tomar una vida de un ser humano es un acto terrible en la medida en que tú quieras que sea terrible; si a la hora de contar no me muestras qué repercusión tiene esto en la historia, a los dos minutos a uno se le olvida. Aquí solo nos muestran un cuerpo arrastrado y unas fotos de una de las víctimas. No hay remordimientos, nadie rogó por su vida, a nadie le importa las víctimas. Tito no tiene culpas ni miedos.
Luego está el tema del dinero. Al parecer, Tito lo usa para ayudar a una amante a salir del país, para unirse a un negocio cuentapropista y al final para ayudar a su nueva pareja. Ninguna de esas acciones encierra un acto de bondad, son tan comunes como ayudar a nuestros seres queridos o preocuparse por uno mismo. Esto lo convierte en un tipo sin nada especial, carente de interés; quizás es responsabilidad de Almirante al no transmitirnos ninguna emoción, o la ausencia de estas, pero tampoco ayuda el guion al entregarle un personaje carente de conflictos o metas claras. No obstante, tuvo una buena oportunidad de mostrar de qué estaba hecho en una escena donde cuenta cómo, durante el servicio militar, asesinó a un ladrón que siempre le robaba mientras hacía guardia; la cámara se le acerca en un zoom-in eterno, apostando todo a sus dotes histriónicas, pero al concluir, sigue siendo el mismo Tito plano y soso. De hecho, es más creíble cuando dice que tuvo una erección mientras le apuntaba.
Sus contrapartes tampoco ayudan. Nadie lo pone en jaque. Isabel Santos es una madre obsesiva, pero nunca llega a tener una discusión seria con su hijo, él la evade, no le da explicaciones. No tiene un rival en pantalla. Sus dos novias/amantes no representan una amenaza ni le provocan ningún disgusto. Es con Rubén (Vladimir Cruz) con quien único tiene sus altos y sus bajos, pues es el único actor que le exige, y aún así nunca consigue exasperarlo o provocarle una reacción. De nuevo, Tito no tiene sangre, y a nadie le importa un carajo las personas anodinas, por muchos cadáveres que tenga en el cementerio.
El otro problema viene con la cantidad de historias ajenas a sus asesinatos y su dudosa moral. Los buenos demonios por momentos parece una recopilación de escenas que Chijona (o Daniel) siempre quiso filmar pero nunca supo cómo insertarlas en una película. Ahí están Rubén (Vladimir Cruz) y Molina (Enrique Molina) conversando sobre un documental de un niño burbuja; Carmona (Aramís Delgado) y Rubén discutiendo sobre lo injusta que ha sido la vida con un veterano de guerra, escena patética y lamentable donde las haya; Carlos Gonzalvo pidiéndole a Sara y Antonio una versión a violín de una canción de Dany Rivera y luego dicha versión en el funeral; la escena de la venta de aceite de muerto, una leyenda urbana que corrió por las calles de La Habana; Mario Guerra estafando a Tito en una carretera rural; por no hablar de las constantes referencias en la televisión a la llegada de unos extraterrestres, porque eso es más sencillo que decir “sobrecumplido el plan de…” o “tantos muertos en Estados Unidos a causa de…”, porque es más fácil criticar a través de un chiste.
Esa necesidad de contar cuán mal está el país deja al espectador sin saber si es solo una denuncia social o si son los motivos por los cuales el protagonista es como es. Y de paso, es un poquito contraproducente que Chijona diga en varias entrevistas que no se juzga la moral de los personajes, y entonces Carmona desprecie tanto a su ex compañero militar por tener un negocio privado que le permite ganar grandes cantidades de dinero; quizás la intención de Chijona sea contraponer dos visiones distintas, pero a medida que avanza la película, Rubén, por su temperamento violento, toma un rol de villano, cuando lo único que hace es defender y cuidar su negocio. A Rubén se le juzga durante toda la película por ser un hombre centrado en el dinero, además del detalle de “estuvo preso porque robó”. ¿Cómo es posible que el villano termine por ser un trabajador por cuenta propia y no un asesino?
Y ese cierre con el rostro de Isabel Santos deja mucho que desear. Mirada a la cámara, lágrimas, carga emotiva. Santos lo hace bien, pero la película no nos ha preparado para ese momento, no ha sido una cinta emotiva, y la relación madre-hijo no es tan especial, por muy obsesionada que esté ella con él. Esa escena nos hace creer que asistimos a la historia de una madre que descubre un horrible secreto de su hijo, y para ello fueron necesarios ochenta minutos de metraje, donde solo diez fueron de Isabel Santos y Carlos Enrique Almirante conviviendo como una familia normal. Pero yo no debo tener mucha idea de lo que hablo porque en el Festival de Cine de Málaga Los Buenos Demonios se alzó con el Premio a Mejor Guion, junto con Mejor Música y Mejor Actor de Reparto (Vladimir Cruz).
Ese plano final de Isabel Santos descompuesta intenta pasar al espectador la interrogante de qué hacer si tu hijo fuese un asesino, o una persona carente de moral; por mucha validez que tenga la idea, la cinta nunca llevó ese derrotero. En el guion de Daniel Díaz Torres esa escena final no estaba incluida, y el cambio modifica bastante la reflexión de la película, que parecía girar sobre la pérdida de valores de la sociedad, y de pronto termina por apuntar al corazón del espectador con un golpe efectista. Los motivos habrá que preguntárselos a Chijona, pero de seguro no es hacernos creer que en un país donde los valores promulgados por décadas se van a la mierda, lo más importante sea el qué diría tu madre si te viese.