BDG, la guerrilla

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Fotos: Renée Clark

Aquellos tres chiquillos en overoles habían descargado cuatro o cinco latones con pintura, dos tanquetas vacías, varias brochas y una pila de tubos y de planchas de hierro de la cama de un camión. Luego, habían llenado las tanquetas con agua de un vecino y habían puesto música rock en la punta de un andamio que habían armado en la Esquina de Tejas, en la pared lateral de un edificio. Eran casi las nueve de la mañana, tenían el boceto de unas letras enrevesadas, azules y rojas, y el plan era pintarlas en la pared de forma que cubrieran sus veintitantos metros por seis metros.

Fotos: Renée Clark

En realidad, no tenían permiso. Habían pagado por los overoles, por la pintura y por que aquel camión, que a la altura de las nueve de la mañana se había largado, los dejara allí y fuera a buscarlos más tarde, cuando llamaran desde algún teléfono en la Esquina de Tejas o desde algún teléfono de la estación policial de Infanta, de la de Zanja o de la de Zapata (por distancias esta no era probable; pero por si acaso, el chofer estaba advertido).

Tampoco ganaban nada con eso. En el 2010, en Cuba, solo se interesaban por el grafiti los pocos chiquillos que habían visto Exit through the gift shop, la película inglesa de Banksy, el grafitero sin cara que pasaba los días dibujando y recortando ratas en cartulinas, y las noches pintando aquellas ratas por paredes impensadas del mundo con aerosol. Parecía divertido: desafiar reglas, boom de adrenalina, hacerse, a la vez, popular y anónimo.

En el 2010, Banksy, sin embargo, vendía grafitis con todo y paredes por más de 100 000 euros. En La Habana, estos tres chiquillos habían gastado 50 CUC por el placer de llegar a una pared en la Esquina de Tejas, y grafitear las letras BDG que, en esencia, significan Bulldog.

–Mucha gente pensaba que yo era varias gentes, porque Bulldog estaba en todas partes. Pero no, era yo solo. Y a veces buscaba a algunos amigos que me ayudaran con las piezas grandes.

“Me gustaba mucho la idea de ser reconocible. No yo, sino mi firma. Y cuando me decían cosas como: ¿Quién será el Bulldog ese, chico? ¡Lo veo en todas partes!

“Yo cogía cualquier guagua, iba hasta la última parada, taggeaba, esperaba, me bajaba en la siguiente. Me pasaba el día entero en eso. Hay rutas que las firmé enteras. ¡Estaba en todas partes!”.

En el 2010, en Bristol, Banksy ponía a la venta libros con fotografías de su obra. En La Habana, uno de los tres chiquillos, el tal Bulldog, había conseguido un libro de Bansky a través del padrino de un amigo del tío de la novia, y había leído: La mejor manera de ser invisible, es llevar un chaleco reflectante.

–Y lo es.

De ahí el andamio, los overoles, el camión, la música.

 

***

Bulldog no era Bulldog en el 2007. Más bien, era un muchacho haciendo posta dos o tres madrugadas por semana a la entrada de una unidad militar. Entonces tenía 19 años, el pelo ralo y algunos tatuajes debajo del uniforme verde olivo que se había hecho a espaldas de sus padres. Tenía, además, un AK con bayoneta, cuatro paredes alrededor suyo y nada que hacer.

Empezó por la mesa. Pensó que no podía poner su nombre porque cualquiera que ponga su nombre, si un oficial lo coge, pierde el pase. Por suerte, menos el largo del pelo, tenía rezagos del 2005, cuando era un friki de la calle G.

–Y tú sabes, el máximo objetivo de un friki era tener una banda. No importaba que supieras tocar o no. Tú tenías que tener el pelo largo, tatuajes, vestirte de negro, ponerte botas, y una banda.

“Entonces yo estuve en varias. Pero hubo una, un piquete de socios, que cuando íbamos a tocar la primera vez, no teníamos nombre, y uno de nosotros tenía un perro de lo más lindo que se llamaba Destroyer. Dijimos: Destroyer es un bulldog, el bulldog es un perro chiquito, pesado, y con tremenda mordida…”.

Cuando la banda dejó de ser banda, Bulldog empezó a ser Bulldog.

***

No está quedando feo, dice el hombre mientras baja del auto y se recuesta, con un cigarro, a mirar lo que pintan los del andamio. ¿No es verdad, Tomás?

Tomás, que es el chofer, baja del auto, se recuesta también, prende un cigarro, dice que no, que feo, lo que se dice feo, no está tanto, que por lo menos tiene los colores de la bandera. ¿Tú entiendes qué dice?

No entiendo. Pss, ¿qué dice ahí, muchacho?

CDR, grita uno.

CDR. ¿Viste, Tomás?

Sí, mira, C- D- R. Comités de Defensa de la Revolución.

Apagan los cigarros. Suben al auto. Encienden la sirena. Desaparecen.

***

En el 2007 había tres muchachos grafiteando La Habana: MM (Minimax), Fidel LSP (Fidel, la sangre del pueblo) y AGK (Alamar Grafiti King). Pintaban juntos. A lo interno, aunque sin más objetivo que el de salir a pintar por las noches, y sin más estructura que la de salir juntos, funcionaban como una sociedad. Incluso, tenían un nombre: BCD.

A lo externo, BCD era la firma bajo algunos stencils (plantillas) no muy grandes, que dejaban ver frases como ReVés con V de Victoria, o imágenes como una cafetera, o una granada de mano con la boquilla de un pomo de spray en lugar de la espoleta. Todo en rojo.

A lo interno, el tamaño de las plantillas era la dificultad para conseguir cartulinas donde hacerlas, el rojo no tenía simbolismo más que el de ser el único color de pintura en spray disponible en la ciudad, y BCD tenía un significado: Bajo Condiciones Difíciles.

Difíciles.

Fotos: Renée Clark

Los pomos de pintura en spray costaban entre cinco y siete CUC cada uno y, cuando había, había solamente en el supermercado de Carlos III, en Centro Habana. Así que casi todos los stencils había que hacerlos mojando una esponja en pintura líquida. Esto dificultaba la ligereza lógica que debe tener cualquier grafitero (la misma ligereza que debe tener cualquiera que delinca). A la vez, les ampliaba el abanico de colores. Pero el rojo empezó a ser distintivo de BCD.

Tampoco había plumones. Apenas unos demasiado finos para hacer tags (firmas). Lo más sencillo, después de todo, era conseguir las cartulinas. Pero, como promedio, una plantilla no dura diez pintadas: se humedece, se cuartea, se raja, se deshace.

Mientras tanto, las mesas, las literas, los muros de la Unidad Militar 2642 en El Chico, un pueblo agreste a las afueras de la ciudad, se llenaban de firmas hechas a lápiz, o rayadas con el filo de la bayoneta.

–Pero, ¿sabes?, a mí me gusta investigar las cosas. Empecé a buscar otras tipografías, otras estéticas, y la cantidad de información que recibí fue inmensa.

“En esa época, cuando internet era extremadamente escaso, uno chocaba con información sobre un tema y era: ¡uf! Y eso me pasó con el grafiti. Vi que había una pila de vertientes, una pila de cosas, y dije: bueno, a trabajar en una identidad”.

Lo primero es rediseñar las letras, acomodarlas de forma que una encaje perfectamente con la otra. Segundo, los adornos. Tercero, practicar sobre papel hasta que la mano se acostumbre al trazo.

Cualquiera que haya andado por La Habana entre el 2008 y el 2014, y haya mirado con detenimiento alguna pared, ha leído: Bulldog. Una L puesta encima de la otra. Una corona a veces, o una estrella, o un signo de exclamación.

***

Lo atípico en Bulldog es que lleva saya. Una saya escocesa bajo un pulóver negro con estampas y chancletas de piel. Anillos, pulsos, el pelo corto, barba.

Cuando lo conocí, hace siete años, todavía tenía en la mochila dos latas de spray, algunos plumones, un par de guantes, y pasaba horas sentado en la acera de la calle G, perfilando la idea de alguna pieza grande, de un tag nuevo. Usaba pantalón, tenis de skater, una bandana al cuello y camiseta bajo el pulóver. Tenía que estar cómodo. Antes de pintar, se ponía los guantes y se cubría la cara con la bandana para protegerse del olor a pintura y de las cámaras de seguridad. La camiseta, cuando tenía que salir corriendo, le permitía dejar de ser el mismo al que perseguían: el del pulóver X. A veces, ni siquiera usaba tenis, sino patines, para ser veloz.

–Al principio, los policías no tenían noción de qué estábamos haciendo. No tapaban los grafitis, si te cogían no pasaba nada… Estaban preocupados por lo que estabas poniendo, no por el hecho de que estuvieras pintando en una pared.

Fotos: Renée Clark

“Claro, cuando empezó a hacerse visible, empezaron a apretar con eso: si te cogían, te quitaban las latas, te metían la noche en la estación, te ponían una multa”.

Por eso, y por un maquinal sentido de competitividad, aquellas firmas empezaron a aparecer en sitios a los que nadie jamás miraría si no hiciera grafiti: pasamanos, bombillos de semáforos, latones para basura, chapas de automóviles (“Yo creo que fui el primero que empezó a firmar masivamente: lo que llamamos grafiti de guerrilla. Si BCD hacía freehands –firmas a mano alzada–, eran pocas. Entonces yo pinté, pinté, pinté, y el grafiti empezó a subir. Empezó a salir gente como Yotic, Ink, y otros que empezaron a hacer cosas”.). Siguió creciendo. Empezó a formar parte (sagaz) de vallas públicas:

“ESTE ES TIEMPO VIRTUOSO, Y HAY QUE FUNDIRSE EN ÉL”.

FUNDIDOS ESTAMOS.

–Por supuesto, hubo quien hizo cosas que yo no consideraba correctas. Y como empezó a haber presión hacia los tres o cuatro que estábamos activos, surgió la idea de: necesitamos conocernos, ponernos de acuerdo y cuadrar esta historia, porque teniéndolo todo preparado, podremos defender mejor el discurso.

“Si cuando te llevan a la estación tú puedes decir: sí, pero yo hago una labor artística, no uso paredes privadas, no pinto monumentos… Es decir, cuando puedes defender que lo que estás haciendo añade a la ciudad, en vez de sustraer de ella, es mucho más fácil discutir tu caso, y que logres llegar a alguna parte”.

Fotos: Renée Clark

***

Desde el andamio, solo se ven manchas. La cercanía despedaza todas las perspectivas. También las distancias. Así que, mientras dos de los muchachos van haciendo las líneas primitivas, que no son más que una copia gigante del esbozo en papel, otro se baja, y se coloca a una distancia lógica: la acera que está después de la calle. Comprueba, supervisa, después vuelve, sube al andamio, sigue poniendo azul en los espacios blancos, entre las líneas.

La patrulla que baja por Infanta se detiene frente al andamio. El oficial baja, se recuesta otra vez al automóvil y permanece allí por diez minutos. Los del andamio pintan. Él observa. Pintan. Observa. Pintan. Bulldog baja. Nervioso. Le pregunta al oficial si va a estar ahí más tiempo.

–¿Por qué?

–A ver si podía hacernos el favor de cuidar las cosas, que estamos pintando desde temprano y no hemos comido na’.

–No se demoren.

La mejor manera de ser invisible…

***

Cuando lo conocí, hace siete años, el cuarto de Bulldog era un desgobierno similar a lo que es su casa ahora: libros en los estantes, en el suelo, figuras plásticas de superhéroes, rollos cilíndricos de cartulinas, fotografías (en una, por ejemplo, le pone un nasobuco al Alma Máter de la Universidad de La Habana; en otra taggea la Torre Eiffel).

–La intención del grafiti es ególatra. Una cuestión de reconocimiento, de verte. La ciudad era un cristal, y yo la fui manchando pa’ volverla un espejo.

Eso, o:

–Yo caminaba por ahí, y me veía en todas partes, y veía a gentes mirándome. Era muy curioso cuando te encaramabas en un lugar muy público, lograbas hacer algo impresionante, y al otro día había gente mirándolo. Tú te parabas allí y los oías: qué loco, ¿cómo se habrá encaramado allá arriba?

Su cuerpo también es un desgobierno: tatuajes que se conectan con otros sin coherencia aparente: LOVE, REAL, un Mondrian, un poema de Bukowski, diseños maoríes.

El caos como reflejo.

***

Sobre las 8:30 de la noche del 9 de junio de 2012, hay una escalera en 15 y G. Debajo, dos neveras. Una con agua, Redbull y refrescos. La otra conserva la temperatura de una docena de botes de pintura en spray. En la escalera, El Mac, un mexicano notorio por sus rimbombantes piezas en tres dimensiones, pinta una mujer.

Dos días antes, había estudiado varias paredes, tomado medidas, había elegido; luego había salido a hacer fotos de cubanas, las había convertido, con Photoshop, en figuras grisáceas conformadas por óvalos y, estas, las había superpuesto en una foto de la pared para trazar las líneas, hacer las proporciones.

Un día antes, con el retrato milimétricamente diseñado en el móvil, había cuadriculado la pared, hecho los primeros trazos.

El mexicano sabe lo que hace. Eligió G porque G —ya se sabe— es la calle que reúne por las noches a los rockeros cubanos que, normalmente, nunca encuentran algo mejor que hacer. Eligió ese retrato por cuanto representa una mujer sesentona que abre los brazos al cielo de Cuba. Incluso, eligió un lindo título: El corazón de un sueño palpita entre mis manos, un verso de José Ángel Buesa, notorio y rimbombante como él.

Así que, mientras La Habana se llena de arte por la Oncena Bienal, en la escalera, El Mac va combinando los colores, agita un bote, traza, agarra otro, lo suelta, traza, vuelve a agarrar otro. Total, si la pintura se le gasta, el mismo ministerio de Cultura que tapa con borrones de cal azul los grafitis locales, y que lo trajo a él y a tres o cuatro extranjeros más, y elogió sus trabajos, y los trató como Artistas Urbanos, y los dejó escoger qué hacer y dónde, le va a dar más.

(Los locales, por cierto, que ya en el 2012 son bastantes, y pintan bien, y tienen ilusiones, y han sido convocados por la Redbull y otros forasteros para eventos, exposiciones mínimas, estafas, pero siguen gastando su dinero en pomos de spray que ya, desde que abrieron las tiendas Trasval en el 2009, cuestan 4.50 CUC y hay una gama de colores que va del verde olivo al rosa mate, fueron convocados como ayudantes: como quienes alcanzan los refrescos y cargan la escalera mientras sueñan con ser el que se bebe los refrescos en la escalera. Algunos, tristemente, dijeron sí.)

Paradójicamente, a medida que El Mac va delineando, esta mujer comienza a abrir los brazos encima de una pieza de Bulldog.

Fotos: Renée Clark

***

–¿Entonces la taparon?

–La taparon. Parece que se enteraron de que nunca le habían dado permiso a nadie para que pintara eso. Un par de días después pasé por la Esquina de Tejas y ya no estaba. Le metieron una cantidad de cal, alucinante.

“Después, cuando empezaron a tapar masivamente, volvió a ser divertido el acto de taggear; porque ya tú no estabas compitiendo contra otros grafiteros, estabas compitiendo contra Comunales. Y me gustaba mucho tapar tapes. Pintar siempre encima de la mancha.

“Sin embargo, el ambiente que hubo justo después, no me gustó. Se volvió el ambiente del permiso, en el que sí, surgieron piezas grandes, pero… En el momento en que podía haberse vuelto grande; en el momento de permitirlo, de que creciera, dejaron pintar a los extranjeros, pero no a los locales, y lo mataron…

“También, cuando el asunto estaba a ese nivel, habían surgido cosas que me parecía que estaban mal. Había empezado a pintar El Sexto, y a mí me parecía que su discurso era ficticio, que su único objetivo era poder decir: me censuraron.

“Y lo dejé”.

Hace años que no pinta. Aunque, cuando le digo que tiene que hacerlo para las fotos, el Bulldog de la saya y las chancletas vuelve a ponerse los tenis de skater, nostalgia y camiseta bajo el pulóver, la bandana al cuello.

–¿Cómo está el ambiente ahora?

–Muerto.

–¿Y por qué no vuelves?

–Yo lo disfruto. A veces dibujo, diseño cosas. Y me hubiera gustado seguir grafiteando, pero se me murió el sentimiento de una época. Ahora, si salimos tú y yo, dale, pintamos, pero porque somos tú y yo descargándole a una historia, no porque: dale, vamos a salir, pa’ volver a estar pegados…

“Total, con la ciudad yo hice un espejo y me lo rompieron to´”.

Fotos: Renée Clark

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